El Hugo Chávez, el comandante “supremo” de la revolución bonita, el miliciano, el dictador, el déspota, el ególatra, el sarcástico zahiriente con los desvalidos de sus cárceles, el burlista, el del hablar procaz y soez, el ofensor de la iglesia y se sus conductores, el represor, el antes poderoso confiscador de bienes ajenos, el encarcelador, el depredador de la patria cuyos valores se soportaban en el odio de clases, el peculador contumaz que no fue más que un reinvento mediático del caudillismo negador, que gobernó a Venezuela como un brujo africano del siglo XIX, el chafarote militar, pero sobre todo fiel continuador de la obra de Bolívar, ¿se dieron cuenta? se fue callado.
No pudo pronunciar ese último discurso que cerrara el círculo de sus interminables soliloquios preñados de mentiras, de improvisación y de engaños. Su gran pieza retórica, la de despedida, quedó en hipótesis. Ni siquiera pudo decir adiós. Sólo hubo silencio. Un largo e impropio silencio de 87 días. Él, que hizo del gobierno un eterno mitin y un festín, que podía hablar sin despeinarse 9 horas seguidas; él, cuyo único talento indiscutible era el de la oratoria, murió en la más discreta mudez. El castigo de Éfeso.
El oxígeno, al parecer, le faltó en las últimas horas. Sus pulmones de fumador empedernido ya no dieron. Pero no fue eso lo que lo mató. Esa fue sólo la consecuencia de un mal que lo aquejó desde mucho tiempo atrás: El poder.
Esa escena inicial, la de él probando y experimentando por primera vez lo que era sentirse poderoso, es imposible de recrear. Difícilmente se pueda saber con exactitud cuál fue ese punto de inflexión, ese hito en su vida. Pero lo cierto es que le gustó. De eso no hay duda. Y así comenzó una carrera desenfrenada que lo llevó a acumular poder como pocos tuvieron en Venezuela, cabalgando sobre la miseria de sus descamisados a quienes engaño falazmente y les hizo creer que él era el Corazón de la Patria.
Chávez era ‘the boss’, el gran beta. Podía hacer lo que le viniera en gana, que es el privilegio de los realmente poderosos. A nadie rendía cuentas, sólo su voluntad bastaba. Desde la pantalla, su sede de gobierno por excelencia, ordenaba, expropiaba, sentenciaba, ordenaba apresar. Era capaz de lo mejor y de lo peor, de darles casa a unos damnificados y de condenar a prisión a una jueza inocente, de becar a niños humildes y de dejar sin empleo a 3.000 trabajadores de RCTV, a 11 mil de PDVSA a cerca de 1.000. 000 de obreros pecuarios que dejo en la calle al mandar a confiscar fincas ajenas. Gerenciando era mediocre, casi quiebra al país, malversó, regaló a manos llenas los dineros de su pueblo que está pasando graves necesidades, presto a fondos perdidos a otros países y peculó como le dio la gana y nada, ni nadie lo detuvo, solo Dios. Pero odiando era implacable.
La riqueza y el lujo parecían no atraerle demasiado. Los disfrutó, cómo no, al más placer y boato. Y de los mejores gustos que lo sabía hacer como todos los dictadores comunistas, lo hacía detrás de esa otra vida privada paralela que llevaba junto a sus familiares. Comió bien, se vistió con ropa de la más fina, usó buenos relojes de los más caros, se alojó en costosos hoteles y viajó por todo el mundo en un avión de primera a todo lujo y al más elevado confort mientras el pueblo seguía miserable. Sin embargo, no parecía darle tanta importancia, eso así lo demostraba en público. Era su faz de farsante gustarle, le gustaría, pero lo suyo era otra cosa, lo suyo era el poder. Eso sí lo deslumbraba. Eso lo perdió.
Fue habilidoso en reclutar a su personal, a sus sumisos palafreneros a quienes humillaba y vejaba a su antojo y lo hacía en público. Supo leer en ellos frustraciones ancestrales, sus miserias y sus debilidades, sus malas mañas y raterías personales rencores de cien años, traumas no resueltos, necesidades insatisfechas; y ahí se afincó. A la jueza que forjaba actas la puso a presidir el TSJ, al chofer de metrobús lo llevó a la Cancillería, al economista marxista despreciado por sus colegas de la academia lo nombró Ministro de Economía. Y así creó una corte de eternos agradecidos, aplaudidores y reidores de oficio. No era improvisación, era estrategia, la forma de asegurarse una lealtad inmarcesible, los corrompía para luego manipularlos y chantajearlos… De tener más poder, quede eso se trataba todo.
Manejó a discreción un presupuesto descomunal cercano a 1 billón 280.0000 millones de dólares. Nunca un presidente tuvo tanto dinero a su disposición. La repartió y con ello compró conciencia de adentro y de afuera y con ello subyugó y mancilló otros pueblos. Tuvo nobleza en la intención, pero de ahí no pasó. Regaló y no invirtió en su país para sacarlo de la pobreza y la miseria física y moral en que está actualmente. Casi todo quedó en humo. Pan para esos gloriosos días de abundancia y hambre para los venideros. Hizo más llevadera de la vida de los pobres, la mejoró en algunos aspectos, pero no los sacó de la pobreza si los sacaba era su perdición. Afuera usó esa plata para ganar amistades y establecer alianzas. Como el niño rico de la cuadra pobre, que invita a sus vecinos al club, los mete en las fiestas de su casa y a veces los monta en el carro.
Así fue, sobre todo con América Latina y el Caribe. Que haya robado es algo que no consta, que dejó robar a los suyos seguro es lo mismo eso en Derecho se tipifica “Cooperador Inmediato y cohonestador por omisión”, y robo a la patria y eso es traición, y se hizo el ‘Don Tancredo’ con las denuncias de corrupción fue evidente. Era de manual: mientras estés bien conmigo, hasta robar puedes, yo te protejo; si te volteas, ya verás, te mando a joder, siempre lo hacía por tercería, porque era cobarde y llorón cuando se le aflojaba el barro. Más lealtad. Más control. Más poder. Lo tuvo todo. No había quien mandara como él. La nueva ‘dictadura perfecta’, popular y con pinta de democracia, la instauró él. Fidel, su ídolo de infancia, era su pana de adultez, los presidentes de Suramérica lo idolatraban, la izquierda, con sus intelectuales y cantantes, comunistas trasnochados lo mimaban. Líder, hombre fuerte de Venezuela, luz de Latinoamérica, espada de los pobres, azote del imperio, martillo de la oligarquía, heredero legítimo hijo de Bolívar de Bolívar, esperanza del mundo entero, eso se lo hacía saber su ductor vernáculo el general Pérez Arcay uno de lo que los envenenó con su libro EL FUEGO SAGRADO. “Hugo!!! Viniste muerto de Cuba a despedirte (De él) como El Negro Primero”, (Eso es cierto lo que dijo el general, aquel de Páez este de mí).
Estaba en lo más alto, en la cumbre del Olimpo. Y entonces le devino el cáncer. Lo que debió ser un ‘cable a tierra’, la ducha helada para bajar la fiebre de grandeza, se convirtió en la gran hazaña que completaría la epopeya y confirmaría que él era un ungido. Y ahí se jodió todo, Zavalita. Porque no fue ni siquiera negación, que todavía. Fue confiar ciegamente en un destino que no estaba escrito, en una propiedad curativa que el poder no tenía, en una inmortalidad que no existía. Solo en su mente enferma y en su conducta bipolar.
Y no hubo quien por su bien le enseñara la roja, lo mandara a las duchas y a descansar. Lo dejaron seguir jugando, a sabiendas que la vida se le iba en ello. Eso fue lo peor que hizo Raúl, lo mandó al matadero por la revolución cubana. Porque a fin de cuentas él era el enfermo. Podía inventarse fábulas y ficciones, curaciones milagrosas atribuibles los espíritus de la sabana o sueños con un Bolívar que le decía que no moriría. Era comprensible. Pero los otros, los que estaban alrededor suyo, sanos, que sabían lo que pasaba, que veían el deterioro, que lo oían quejarse de los dolores, que lo recogían cuando se desmayaba, ellos, que podían detenerlo, al final resultaron ser el nido de escorpiones del que alguna vez habló Müller Rojas.
El crucifijo lo cargaba siempre en la mano, lo apretaba y besaba cada vez que podía. Peregrinó por cuanto templo y basílica encontró en Venezuela. Dijo que restauraría la Iglesia de La Candelaria, donde reposan los restos de José Gregorio, y que haría un santuario en Táchira para el Santo Cristo de la Grita. A cada santo le prometía una vela. “Estoy aferrado a Cristo”, juraba. Pero en realidad se aferraba al poder. No cedía. Como el joven rico del Evangelio de Mateo, Chávez no pudo desprenderse de lo que tenía -¡es que era tan grande!- para seguir al Jesús que lo llamaba. Pretendió servir a dos señores, poder y Cristo, y eso no era posible. “O aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro”, había advertido hace casi dos mil años el hombre de Nazaret. Que fue quien al final lo sacó del juego.
Lealtad tuvo mucha, no así cariño, el creyó que le amaban como Mussolini y Perón y lo peor es que sus áulicos se lo hacían creer, pero, porque si lo hubieran querido bien, de verdad, si hubiera habido amor y no temor, afecto y no interés, entonces hubieran impedido que se lanzara al abismo. Que eso al final fue la campaña: Un abismo por el que se le terminó de ir la poca salud que le quedaba, el abismo por donde lo empujo sus amados, Raúl y Fidel
El esfuerzo fue devastador. Ya le costaba caminar. Necesitaba esteroides y altísimas dosis de calmantes para salir en tarima y complacer a Raúl y a Fidel. A cada mitin le seguía una moridera. En cada uno iba dejando un poco de vida. Proverbial fue el cierre en Caracas, bajo el cordonazo de San Francisco. La naturaleza rebelándose, y él guapeando en tarima para que lo obedeciera. La misma soberbia del padre Bolívar haciéndose presente en el hijo putativo. Esa tarde bailó y saltó, y luego no pudo recorrer ninguna de las restantes 6 avenidas, colapsó y se lo llevaron de urgencia a Miraflores.
Al final ganó las elecciones. Lo logró, sí. Aguantó como un varón, también. Pero no le sirvió de nada. “Insensato, esta misma noche vas a morir, ¿y para quien será todo lo que has acumulado?” Es la parábola del granero rico que gasta la vida guardando fortuna para él y cuando llega al tope, Dios le anuncia que morirá. Es la parábola de la última elección de Hugo Chávez. Porque ni juramentarse pudo. Dos meses después del “triunfo” se fue a Cuba para no volver, en su discurso lo dijo y la gente no se dio cuenta: PATRIA…PATRIA… PATRIA QUERIDA.
Tuvo una agonía larga y dolorosa, como la de todos los dictadores. Da la impresión de que la vida se la extendieron más de lo recomendable hasta su fallecimiento el 29 de diciembre de 2012, sin importar el sufrimiento. Progresivamente fue perdiendo facultades entre el 10 de diciembre y el 22 que se fue al limbo. Por perder perdió hasta e habla. Era un muerto en vida, dependiente de máquinas y cables. Y ni aun así renunció. Ya no podía, tampoco convenía. Así de perverso y retorcido. En lo último de la vida tampoco valió el hombre sino el poder. Sí, el poder, su verdadero amor delirante, su gran obsesión, su definitiva perdición.
No pudo pronunciar ese último discurso que cerrara el círculo de sus interminables soliloquios preñados de mentiras, de improvisación y de engaños. Su gran pieza retórica, la de despedida, quedó en hipótesis. Ni siquiera pudo decir adiós. Sólo hubo silencio. Un largo e impropio silencio de 87 días. Él, que hizo del gobierno un eterno mitin y un festín, que podía hablar sin despeinarse 9 horas seguidas; él, cuyo único talento indiscutible era el de la oratoria, murió en la más discreta mudez. El castigo de Éfeso.
El oxígeno, al parecer, le faltó en las últimas horas. Sus pulmones de fumador empedernido ya no dieron. Pero no fue eso lo que lo mató. Esa fue sólo la consecuencia de un mal que lo aquejó desde mucho tiempo atrás: El poder.
Esa escena inicial, la de él probando y experimentando por primera vez lo que era sentirse poderoso, es imposible de recrear. Difícilmente se pueda saber con exactitud cuál fue ese punto de inflexión, ese hito en su vida. Pero lo cierto es que le gustó. De eso no hay duda. Y así comenzó una carrera desenfrenada que lo llevó a acumular poder como pocos tuvieron en Venezuela, cabalgando sobre la miseria de sus descamisados a quienes engaño falazmente y les hizo creer que él era el Corazón de la Patria.
Chávez era ‘the boss’, el gran beta. Podía hacer lo que le viniera en gana, que es el privilegio de los realmente poderosos. A nadie rendía cuentas, sólo su voluntad bastaba. Desde la pantalla, su sede de gobierno por excelencia, ordenaba, expropiaba, sentenciaba, ordenaba apresar. Era capaz de lo mejor y de lo peor, de darles casa a unos damnificados y de condenar a prisión a una jueza inocente, de becar a niños humildes y de dejar sin empleo a 3.000 trabajadores de RCTV, a 11 mil de PDVSA a cerca de 1.000. 000 de obreros pecuarios que dejo en la calle al mandar a confiscar fincas ajenas. Gerenciando era mediocre, casi quiebra al país, malversó, regaló a manos llenas los dineros de su pueblo que está pasando graves necesidades, presto a fondos perdidos a otros países y peculó como le dio la gana y nada, ni nadie lo detuvo, solo Dios. Pero odiando era implacable.
La riqueza y el lujo parecían no atraerle demasiado. Los disfrutó, cómo no, al más placer y boato. Y de los mejores gustos que lo sabía hacer como todos los dictadores comunistas, lo hacía detrás de esa otra vida privada paralela que llevaba junto a sus familiares. Comió bien, se vistió con ropa de la más fina, usó buenos relojes de los más caros, se alojó en costosos hoteles y viajó por todo el mundo en un avión de primera a todo lujo y al más elevado confort mientras el pueblo seguía miserable. Sin embargo, no parecía darle tanta importancia, eso así lo demostraba en público. Era su faz de farsante gustarle, le gustaría, pero lo suyo era otra cosa, lo suyo era el poder. Eso sí lo deslumbraba. Eso lo perdió.
Fue habilidoso en reclutar a su personal, a sus sumisos palafreneros a quienes humillaba y vejaba a su antojo y lo hacía en público. Supo leer en ellos frustraciones ancestrales, sus miserias y sus debilidades, sus malas mañas y raterías personales rencores de cien años, traumas no resueltos, necesidades insatisfechas; y ahí se afincó. A la jueza que forjaba actas la puso a presidir el TSJ, al chofer de metrobús lo llevó a la Cancillería, al economista marxista despreciado por sus colegas de la academia lo nombró Ministro de Economía. Y así creó una corte de eternos agradecidos, aplaudidores y reidores de oficio. No era improvisación, era estrategia, la forma de asegurarse una lealtad inmarcesible, los corrompía para luego manipularlos y chantajearlos… De tener más poder, quede eso se trataba todo.
Manejó a discreción un presupuesto descomunal cercano a 1 billón 280.0000 millones de dólares. Nunca un presidente tuvo tanto dinero a su disposición. La repartió y con ello compró conciencia de adentro y de afuera y con ello subyugó y mancilló otros pueblos. Tuvo nobleza en la intención, pero de ahí no pasó. Regaló y no invirtió en su país para sacarlo de la pobreza y la miseria física y moral en que está actualmente. Casi todo quedó en humo. Pan para esos gloriosos días de abundancia y hambre para los venideros. Hizo más llevadera de la vida de los pobres, la mejoró en algunos aspectos, pero no los sacó de la pobreza si los sacaba era su perdición. Afuera usó esa plata para ganar amistades y establecer alianzas. Como el niño rico de la cuadra pobre, que invita a sus vecinos al club, los mete en las fiestas de su casa y a veces los monta en el carro.
Así fue, sobre todo con América Latina y el Caribe. Que haya robado es algo que no consta, que dejó robar a los suyos seguro es lo mismo eso en Derecho se tipifica “Cooperador Inmediato y cohonestador por omisión”, y robo a la patria y eso es traición, y se hizo el ‘Don Tancredo’ con las denuncias de corrupción fue evidente. Era de manual: mientras estés bien conmigo, hasta robar puedes, yo te protejo; si te volteas, ya verás, te mando a joder, siempre lo hacía por tercería, porque era cobarde y llorón cuando se le aflojaba el barro. Más lealtad. Más control. Más poder. Lo tuvo todo. No había quien mandara como él. La nueva ‘dictadura perfecta’, popular y con pinta de democracia, la instauró él. Fidel, su ídolo de infancia, era su pana de adultez, los presidentes de Suramérica lo idolatraban, la izquierda, con sus intelectuales y cantantes, comunistas trasnochados lo mimaban. Líder, hombre fuerte de Venezuela, luz de Latinoamérica, espada de los pobres, azote del imperio, martillo de la oligarquía, heredero legítimo hijo de Bolívar de Bolívar, esperanza del mundo entero, eso se lo hacía saber su ductor vernáculo el general Pérez Arcay uno de lo que los envenenó con su libro EL FUEGO SAGRADO. “Hugo!!! Viniste muerto de Cuba a despedirte (De él) como El Negro Primero”, (Eso es cierto lo que dijo el general, aquel de Páez este de mí).
Estaba en lo más alto, en la cumbre del Olimpo. Y entonces le devino el cáncer. Lo que debió ser un ‘cable a tierra’, la ducha helada para bajar la fiebre de grandeza, se convirtió en la gran hazaña que completaría la epopeya y confirmaría que él era un ungido. Y ahí se jodió todo, Zavalita. Porque no fue ni siquiera negación, que todavía. Fue confiar ciegamente en un destino que no estaba escrito, en una propiedad curativa que el poder no tenía, en una inmortalidad que no existía. Solo en su mente enferma y en su conducta bipolar.
Y no hubo quien por su bien le enseñara la roja, lo mandara a las duchas y a descansar. Lo dejaron seguir jugando, a sabiendas que la vida se le iba en ello. Eso fue lo peor que hizo Raúl, lo mandó al matadero por la revolución cubana. Porque a fin de cuentas él era el enfermo. Podía inventarse fábulas y ficciones, curaciones milagrosas atribuibles los espíritus de la sabana o sueños con un Bolívar que le decía que no moriría. Era comprensible. Pero los otros, los que estaban alrededor suyo, sanos, que sabían lo que pasaba, que veían el deterioro, que lo oían quejarse de los dolores, que lo recogían cuando se desmayaba, ellos, que podían detenerlo, al final resultaron ser el nido de escorpiones del que alguna vez habló Müller Rojas.
El crucifijo lo cargaba siempre en la mano, lo apretaba y besaba cada vez que podía. Peregrinó por cuanto templo y basílica encontró en Venezuela. Dijo que restauraría la Iglesia de La Candelaria, donde reposan los restos de José Gregorio, y que haría un santuario en Táchira para el Santo Cristo de la Grita. A cada santo le prometía una vela. “Estoy aferrado a Cristo”, juraba. Pero en realidad se aferraba al poder. No cedía. Como el joven rico del Evangelio de Mateo, Chávez no pudo desprenderse de lo que tenía -¡es que era tan grande!- para seguir al Jesús que lo llamaba. Pretendió servir a dos señores, poder y Cristo, y eso no era posible. “O aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro”, había advertido hace casi dos mil años el hombre de Nazaret. Que fue quien al final lo sacó del juego.
Lealtad tuvo mucha, no así cariño, el creyó que le amaban como Mussolini y Perón y lo peor es que sus áulicos se lo hacían creer, pero, porque si lo hubieran querido bien, de verdad, si hubiera habido amor y no temor, afecto y no interés, entonces hubieran impedido que se lanzara al abismo. Que eso al final fue la campaña: Un abismo por el que se le terminó de ir la poca salud que le quedaba, el abismo por donde lo empujo sus amados, Raúl y Fidel
El esfuerzo fue devastador. Ya le costaba caminar. Necesitaba esteroides y altísimas dosis de calmantes para salir en tarima y complacer a Raúl y a Fidel. A cada mitin le seguía una moridera. En cada uno iba dejando un poco de vida. Proverbial fue el cierre en Caracas, bajo el cordonazo de San Francisco. La naturaleza rebelándose, y él guapeando en tarima para que lo obedeciera. La misma soberbia del padre Bolívar haciéndose presente en el hijo putativo. Esa tarde bailó y saltó, y luego no pudo recorrer ninguna de las restantes 6 avenidas, colapsó y se lo llevaron de urgencia a Miraflores.
Al final ganó las elecciones. Lo logró, sí. Aguantó como un varón, también. Pero no le sirvió de nada. “Insensato, esta misma noche vas a morir, ¿y para quien será todo lo que has acumulado?” Es la parábola del granero rico que gasta la vida guardando fortuna para él y cuando llega al tope, Dios le anuncia que morirá. Es la parábola de la última elección de Hugo Chávez. Porque ni juramentarse pudo. Dos meses después del “triunfo” se fue a Cuba para no volver, en su discurso lo dijo y la gente no se dio cuenta: PATRIA…PATRIA… PATRIA QUERIDA.
Tuvo una agonía larga y dolorosa, como la de todos los dictadores. Da la impresión de que la vida se la extendieron más de lo recomendable hasta su fallecimiento el 29 de diciembre de 2012, sin importar el sufrimiento. Progresivamente fue perdiendo facultades entre el 10 de diciembre y el 22 que se fue al limbo. Por perder perdió hasta e habla. Era un muerto en vida, dependiente de máquinas y cables. Y ni aun así renunció. Ya no podía, tampoco convenía. Así de perverso y retorcido. En lo último de la vida tampoco valió el hombre sino el poder. Sí, el poder, su verdadero amor delirante, su gran obsesión, su definitiva perdición.