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Hostigamiento y persecución

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Una de las características de los regímenes autoritarios es la imposibilidad de aceptar que alguien piense de manera diferente. Esa persona u organización pasa a convertirse en enemigo y, por tanto, objetivo de guerra. Como la guerra está en la realidad inventada de quienes detentan el poder, se les desarrolla una paranoia mitómana o una mitomanía paranoica, sea la afección mental que ocurra primero. Estos regímenes ven fantasmas por todas partes. Se sienten amenazados perpetuamente. Tienen manía persecutoria. Y desarrollan entonces estrategias según las cuales la mejor defensa es la ofensiva.


Durante el gobierno de Chávez fuimos testigos de innumerables episodios de paranoia en muchos funcionarios oficialistas. La mayoría de esos episodios a la postre se esfumaron en la imposibilidad de certificación. Pero el paranoico sigue siéndolo aunque no pueda comprobar las amenazas. Las obsesiones se convierten en obcecación. Y nada lo saca de sus trece. A eso hay que sumar que se produce un fenómeno que en política de masas se denomina “la mentira conveniente”, decir algo que bien se sabe que no es verdad pero que se presume puede rendir beneficios. Los autoritarios inventan mentiras, las repiten miles de veces -hasta el punto de creérsela- y sobre ella desarrollan un guión que les permite victimizarse y a la vez lucir como valientes y poderosos.


Dentro de la estrategia autoritaria, cualquiera puede ser un enemigo. Así, hay que hostigarlo, perseguirlo, invalidarlo, inutilizarlo y, de ser posible, enrejarlo. En una situación como la que se vive en Venezuela, donde la mitad de la población es opositora al gobierno, pues todos esos millones pueden teóricamente ser peligrosos y por ende están bajo sospecha.


El gobierno autoritario mueve los hilos de la justicia a su antojo. Y el fin justifica los medios. Encarcelar a un opositor -considerándolo enemigo y traidor a la patria- es un logro. Si para ello hay que recurrir a transas y falsedades, sea pues. Y aun a riesgo de perder algo de popularidad temporalmente, al que se consiguió poner preso, hay que dejarlo preso a como dé lugar. Y si algún sospechoso puede ser encarcelado, vale cualquier treta o ardid. Dentro de este esquema de pensamiento y acción, los derechos humanos no existen y nadie, ni siquiera los organismos internacionales con los cuales se ha suscrito acuerdos, tiene derecho alguno a pretender opinar y mucho menos intervenir. Pomposamente se recurre al argumento de la soberanía nacional para cometer salvajes atropellos y violaciones.


En Venezuela, la lista de presos, procesados, hostigados y silenciados por razones políticas llena páginas y páginas. Son las páginas de la vergüenza. Algunos cumplen condenas inmorales, en condiciones infrahumanas, incluso padeciendo enfermedades graves que les dan derecho a medidas humanitarias. Otros viven el infierno de la vejación constate. Muchos han sido asfixiados económicamente y obligados a arrodillarse. Miles han optado por el exilio. Otros tantos han sido sofocados hasta el silencio. Todos son objeto de hostigamiento, de malos tratos, de la acción de un gobierno que cooptó a las instituciones del Estado y ha convertido a nuestra Venezuela en una nación plagada de miedos, en una gigantesca prisión.


Dirá el lector que todo lo que escribimos en esta columna es bien sabido. Se preguntará para qué repetirlo y si el redactor piensa proponer algo que pueda ayudar a solventar esta penosa situación.


Todos los días, miles de venezolanos decentes nos devanamos los sesos pensando en qué hacer por poner coto a esta injusticia. Los abogados, que bien sabemos que el sistema de administración de justicia sufre gangrena, insistimos en acudir a la justicia. Los tribunales están repletos de denuncias que hacemos. Esa denuncias no reciben respuesta de las instituciones. Son ignoradas con vileza. Pero son expedientes que se van apilando sobre las espaldas de esos funcionarios que están todos los días violando las leyes y cometiendo delitos. Sobre esos miles de funcionarios y en especial sobre sus jefes caerá tarde o temprano el peso de la verdadera justicia.


Las organizaciones de defensa de los derechos humanos no descansan. Día tras día elevan sus voces de protesta, producen informes, se comunican con sus pares nacionales e internacionales. Los perseguidos no están solos. Abandonarlos a su terrible suerte sería el peor delito y pecado que podríamos cometer. Pero necesitamos a los ciudadanos sumándose a la causa de una Venezuela decente. Cada vez que callamos, cada vez que dejamos las cosas así, gana el autoritarismo. En alguna parte escuché que los buenos no podemos descansar porque los malos nunca lo hacen.


Gerardo Blyde @gerardoblyde


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